Epílogo de luces y de claros,
marchita del color y la alegría,
hunde al cielo en sutil melancolía
la noche, manto gélido y aciago,
vértigo de resplandecientes faros.
El empíreo mar baña distante
negras ausencias y un recuerdo vago
del negro caminar, triste y errante,
bajo un orondo sol de tez flamante,
cargado de añoranzas del pasado
que arrastran, sin querer, trozos de historia
de algún sucio rincón de la memoria.
El universo es un lienzo estrellado
con cientos de luciérnagas fugaces
corriendo sobre la oscura cortina
en un tenaz y astronómico vuelo;
una salpicadura ahora es el cielo
de polvo de brillante purpurina.
Y sobre el azabache suspendida
flota ingrávida una cometa argenta
que de manos de un niño huyó perdida:
rompió el sedal un día de tormenta;
volando en libertad sueña la vida.
Se despiertan noctámbulos poderes,
trasnochan enlutados los sentidos.
Aquí, sobre la tierra, caen rendidos
bajo tan maravillosos placeres.
¿Por cuánto más será la noche oscura?
¿Qué guarda eternamente su hermosura?
Si es un reloj solar quien va marcando
las horas con que cuenta nuestro mundo,
¿qué hace salir tan preciso y rotundo
a nuestro sol? ¿Y quién señala cuándo?
¿Qué rumbo sigue el celestial imperio
que nunca alcanza a imaginar mi mente?
¿Qué habrá tras este día o el siguiente?
¿Por cuánto durará todo el misterio?
Efímero me siento en ocasiones,
trovador de una noche embriagadora,
un breve soñador hacia la aurora;
me empapo de la luna y sus pasiones,
mirando al cielo sacio mi apetito
voraz en el camino al infinito.
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